“El que quiera ser el primero, que sea el
último y el servidor de todos”.
Mc 9, 35
Ser diácono significa ser capaz de imitar a Jesús en la acción de
servir. Desde el Concilio Vaticano II, enseña el Catecismo, la Iglesia católica latina
ha restablecido el diaconado “como un
grado propio y permanente dentro de la jerarquía”.
Este
diaconado, que puede ser conferido a célibes y casados, constituye un
enriquecimiento importante para la misión de la Iglesia. En efecto, es
apropiado y útil que quienes realizan en la Iglesia un ministerio
verdaderamente diaconal, ya en la vida litúrgica y pastoral, ya en las
obras sociales y caritativas, “sean
fortalecidos por la imposición de las manos transmitida ya desde los Apóstoles
y se unan más estrechamente al servicio del altar, para que cumplan con mayor
eficacia su ministerio por la gracia sacramental del diaconado”.
Los desvelos
de aquellos padres conciliares que se dejaron conducir por la brisa suave del
Espíritu, se cumplen, consolidando con firmeza una nueva presencia de
aquellos diáconos que dejaron de estar presente hace más de mil años en nuestra
historia eclesial.
El Diaconado
Permanente expresa muy bien el rostro de servicio, el ministerial y el
misionero con que la Iglesia se presenta a la sociedad actual. El diaconado que
irrumpe en este milenio tiene vocación permanente de estar encarnado en el
mundo para servir al mundo. Allá donde esté, hará presente con su ministerio a
la Iglesia servidora, aportando con su estado matrimonial y familiar, la
cercanía a una realidad en la que es posible vivir con esperanza el amor. Esta acción pastoral conllevará implícita una
invitación al seguimiento de Jesús presente en el mundo como el que sirve.
El diaconado
permanente constituye un importante enriquecimiento para la misión de la Iglesia,
ya que los ministerios que
competen a los diáconos son necesarios para la vida de la misma.
El ministerio del diaconado viene
sintetizado por el Concilio Vaticano II con la tríada: «ministerio de la liturgia, de la palabra
y de la caridad». De este modo se expresa la participación diaconal en el único y triple ministerio de Cristo
en el ministro ordenado.
El diácono es maestro, en cuanto
proclama e ilustra la Palabra de Dios; es santificador, en cuanto
administra los sacramentos del Bautismo y del Matrimonio y los sacramentales; participa en la celebración de la Santa Misa en calidad de «ministro de la
sangre», conserva y distribuye la Eucaristía; es guía, en cuanto
animador de la comunidad o de diversos sectores de la vida eclesial.
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